
Allá afuera, allá en la calle, todo se vino a menos. Así, sin más. En apenas un par de lustros, el brillo de la prosperidad con la que liderábamos la región se fue empolvando hasta casi desaparecer. Perdimos el brillo, pero también la capacidad de autocrítica, esa que nos permite ponernos en duda, todo el tiempo, por todo. Claro, convengamos en que no es fácil mirarse el ombligo cuando lo tenemos sucio. Y ahí aparecen los no importa, los está bien, los ya está, dejémoslo así: frasecitas envueltas en comodidad, apoyadas en nuestra talentosa capacidad autocomplaciente de ver siempre el vaso medio lleno, aunque sepamos que está medio vacío, básicamente porque no vemos que se esté llenando, sino todo lo contrario.
Allá afuera, allá en la calle, hace una década todo se modernizaba a pasos agigantados, hasta que algo difícil de nombrar lo puso en pausa, un gran fantasma que luego le abrió la puerta al retroceso. De un tiempo a esta parte, por nuestra parte, dejamos de lado la mirada filosa y la cambiamos por una condescendencia acrítica, aprobatoria de todo.
Si lo llevamos al plano doméstico, dejamos de ver el muro descascarándose hasta que se descascaró por completo, y nos acostumbramos a él. Dejamos de ver el patio sucio, la canaleta rebalsada. Pusimos un tacho debajo de la gotera y nos acostumbramos a él. Incluso pasamos de ida y vuelta haciéndole el quite, mientras a duras penas miramos a través de los vidrios sucios que dejamos de limpiar cuando la mugre se transformó en una pátina aceptable —ya que igual algo se ve— y a ese poco que vemos también nos acostumbramos, cómplices de nuestro propio statu quo.
Allá afuera, en la ciudad, se construye con reflexión constante, intensa, institucionalizada. Abandonar el estado crítico la deconstruye. La ceguera celebratoria que ha imperado estos últimos años ha sido más destructiva que el vandalismo más evidente, ese que —a vista y paciencia de todos nosotros— dejó, y ha mantenido, el centro y gran parte de Santiago destruido por años después del estallido. No importa. Está bien. Ya va a mejorar. Nos acostumbramos al feísmo mucho más rápido que a cualquier toxina que el cuerpo pueda tolerar. Y nos volvemos adictos, sobre todo, a creer que está todo en orden.
El estado de las cosas se viene a menos cuando nivelamos hacia abajo. Se viene a menos cuando imperan slogans de planificación azucarados, cuando nos llenamos de renders optimistas y de políticas públicas maquilladas —con colorete populista— pero, sobre todo, cuando hacemos la vista gorda.